Talampaya e Ischigualasto: 250 millones de años al pasado de la Tierra 

La sensación de viajar a otro tiempo puede experimentarse en muy pocos lugares del planeta. En el límite entre las provincias de La Rioja y San Juan, dos parques declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000 ofrecen justamente eso: un viaje hacia el pasado remoto de la Tierra.  

Se trata del Parque Nacional Talampaya y el Parque Provincial Ischigualasto, más conocido como el Valle de la Luna. Unidos forman el registro continental de fósiles del Período Triásico más completo del mundo, con más de 250 millones de años de historia geológica a cielo abierto.

El imponente Talampaya 

Llegar a Talampaya significa enfrentarse de golpe con la inmensidad. Las paredes rojizas, verticales y silenciosas, se elevan hasta 150 metros de altura, como gigantes de piedra que vigilan el paso de los visitantes.  

Este era el único de los cuatro Parques Nacionales argentinos Patrimonio de la Humanidad que me quedaba por conocer. No solo cumplí ese objetivo: superó todas mis expectativas. 

El recorrido revela un paisaje que parece salido de otro planeta. Los cañones tallados por el agua y el viento durante millones de años forman un escenario imponente. Pero Talampaya no es únicamente un espectáculo natural: también guarda huellas de las antiguas civilizaciones que pasaron por allí. 

En sus cuevas y aleros se conserva uno de los yacimientos de arte rupestre más importantes del país. Los petroglifos, de más de 2.500 años de antigüedad, muestran escenas de pastoreo, figuras humanas y animales, rituales y símbolos abstractos que todavía hoy mantienen parte de su misterio.  

Esas marcas grabadas en la roca hablan de pueblos que usaron el cañón como lugar de paso, pero también como espacio sagrado donde enterraban a sus difuntos y dejaban testimonio de su cultura. 

Además, Talampaya sorprende con sus geoformas emblemáticas, esculturas naturales moldeadas pacientemente por la erosión a lo largo de millones de años. 

Entre las más reconocidas están El Tótem, La Torre y El Monje, tres formaciones que se destacan por su altura y por las siluetas particulares que adoptan frente al desierto riojano. Cada una parece guardar un carácter propio: figuras que vigilan el valle como guardianes de piedra. 

Las famosas geoformas del parque completan el cuadro: esculturas naturales moldeadas por la erosión, que parecen creadas a mano. Cada una tiene nombre propio y se ha convertido en emblema del lugar.  

Talampaya, declarado además Maravilla Natural de la Argentina, es una ventana abierta tanto al pasado geológico de la Tierra como a la memoria cultural de sus primeros habitantes. 

Rumbo al Valle de la Luna 

Desde La Rioja, la ruta conduce hacia el norte de San Juan. Allí, en pleno desierto, espera otro escenario único: el Parque Provincial Ischigualasto, más conocido como el Valle de la Luna.  

Si Talampaya impacta por sus cañones rojos, Ischigualasto deslumbra con un paisaje casi extraterrestre, donde cada formación rocosa parece haber sido colocada por un artista surrealista. 

El circuito principal del parque tiene 42 km y se realiza en vehículo en unas tres horas. A lo largo del recorrido, el visitante se detiene en distintos puntos donde la naturaleza muestra sus obras maestras. 

El Valle Pintado es uno de los sitios más impactantes. Hundido en una depresión natural causada por antiguos movimientos tectónicos, despliega una paleta de colores que van del gris al verde, del ocre al rojo.  

Cada capa corresponde a sedimentos depositados hace más de 200 millones de años. Frente a esa inmensidad multicolor, uno siente que pisa sobre las huellas de los dinosaurios que habitaron estas tierras en el Triásico. 

Las geoformas de Ischigualasto 

Si algo caracteriza a Ischigualasto son sus geoformas. La más singular es la Cancha de Bochas, un conjunto de esferas rocosas casi perfectas, formadas hace más de 220 millones de años en antiguos ambientes de agua. Algunas alcanzan los 90 centímetros de diámetro y su perfección sorprende tanto como intriga. 

También está el Submarino, una mole de unos 50 metros que parece navegar en medio del valle árido.

Más adelante aparece El Hongo, probablemente la más famosa de todas, una roca que desafía la gravedad con su delgado pedestal y su enorme sombrero de piedra.  

Y, como guardiana silenciosa, se alza La Esfinge, otra formación emblemática que parece vigilar el desierto con rostro enigmático. 

¿Cuándo visitar ambos parques? 

Ambos parques se pueden visitar durante todo el año, aunque las mejores estaciones son otoño y primavera. En verano las temperaturas son muy altas, mientras que, en invierno, como fue mi caso en agosto, el clima puede regalar días soleados, sin viento y de temperatura agradable. 

Ischigualasto se ubica a 320 km de la ciudad de San Juan y a 180 km de la capital riojana. Las localidades más cercanas para alojarse son San Agustín del Valle Fértil (a 70 km), Villa Unión (a 140 km) o el Hotel El Chiflón Posta Pueblo, situado a solo 30 km sobre la Ruta Nacional 150. 

El Parque Nacional Talampaya se encuentra a 220 km de la ciudad de La Rioja. En auto particular, el recorrido toma unas 3 horas: se va por la Ruta Nacional 38 hasta Patquía y luego se continúa por la Ruta Nacional 150, que conduce directo al acceso principal. 

En ómnibus, la opción es viajar hasta Villa Unión (unas 4 horas) y desde allí contratar excursiones o traslados al parque. 

Otra alternativa son las excursiones organizadas que parten desde La Rioja capital y suelen combinar Talampaya con otros atractivos cercanos. 

Visitar Talampaya e Ischigualasto es recorrer páginas abiertas del libro de la Tierra. No se trata solo de admirar paisajes únicos, sino de caminar por escenarios que guardan la historia del planeta y la memoria de quienes lo habitaron mucho antes que nosotros. 

Frente a los paredones rojos de La Rioja o las esculturas lunares de San Juan, uno entiende que la naturaleza es la artista más paciente y grandiosa.

Aquí, entre cañones y valles de piedra, descubrí que el verdadero viaje no es hacia un destino, sino hacia el tiempo profundo que nos recuerda lo pequeños y efímeros que somos frente a la historia del mundo. 

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