En el corazón del noroeste de Argentina, donde la tierra se junta con el cielo y el horizonte se funde en un mar blanco que parece interminable, se extienden las Salinas Grandes, una joya natural compartida por las provincias de Jujuy y Salta.
Salinas Grandes es mucho más que un paisaje imponente: es un territorio vivo, habitado y defendido por las comunidades originarias que, desde tiempos inmemoriales, lo consideran parte de su identidad y sustento.
El recorrido por la Cuesta de Lipán

Mi viaje comenzó en Purmamarca, el pintoresco y colorido pueblo enclavado al pie del Cerro de los Siete Colores. El destino: las Salinas Grandes, una maravilla natural imperdible del norte argentino que hay que visitar al menos una vez en la vida.
La Ruta Nacional 52 me guiaba hacia el oeste, atravesando un trazado que se enrosca entre montañas. Me separaban de mi destino 65 kilómetros, pero el verdadero trayecto era mucho más que una simple distancia.
Para llegar, había que enfrentar la Cuesta de Lipán, un camino desafiante que, a lo largo de 43 kilómetros de curvas cerradas y pendientes pronunciadas, asciende hasta los 4.170 metros en el Abra de Potrerillos.
Con cada kilómetro recorrido, el paisaje iba transformándose: las curvas pronunciadas del serpenteante camino de cornisa, el viento que comenzaba a soplar y la altura que se hacía sentir en la respiración.
Cada giro en la ruta parecía abrir una nueva postal: valles que se desdibujaban a medida que ganábamos altura, cardones solitarios vigilando desde las laderas, y un silencio de esos que invitan a bajar del vehículo y simplemente contemplar.
La Cuesta de Lipán, que hoy es transitada por viajeros y camioneros rumbo a Chile, alguna vez fue un camino de trabajadores y mulas que unían la Puna con la Quebrada de Humahuaca.

Antes de llegar a las salinas, me detuve en el hito que marca los 4.170 metros de altura sobre el nivel del mar. Allí me encontré con una mujer de la comunidad kolla.
Sobre una manta ofrecía sus artesanías, hojas de coca y yuyos —como la papusa—, aliados para combatir el soroche, el mal de altura que ataca con mareos y dolor de cabeza a quienes no están habituados a estas alturas.

Luego, la ruta desciende, y como un manto infinito de sal que brilla bajo el sol implacable, se revelan las salinas. A 3.450 metros sobre el nivel del mar, las Salinas Grandes cubren una superficie de 212 kilómetros cuadrados.
Este salar, el cuarto más grande de Sudamérica nació hace aproximadamente 10 millones de años, fruto de antiguos procesos volcánicos y sedimentarios que, con el tiempo, dieron forma a este suelo cristalino y resplandeciente.

Caminar por las Salinas es una experiencia que supera cualquier expectativa. Cada paso sobre la sal cruje como un susurro antiguo, como si el paisaje nos hablara.
El cielo, de un azul profundo, parece fundirse con la blancura cegadora del suelo, creando una postal surrealista que hipnotiza. No es solo un espectáculo visual: es también un encuentro con la energía latente de la Puna, una conexión profunda con la naturaleza en estado puro.

Las Salinas pueden visitarse durante todo el año, pero la mejor época es la estación seca, entre abril y noviembre, cuando el clima es más estable y la superficie está completamente sólida. En esos meses, el desierto de sal se muestra en todo su esplendor, como un mar blanco detenido en el tiempo.
Un territorio ancestral
Durante mi visita tuve el privilegio de conocer a los guardianes de este territorio: las comunidades originarias que lo habitan desde tiempos inmemoriales. Conversando con los guías locales, descubrí mucho más que un destino turístico.
Aprendí sobre el proceso de producción de la sal, desde la cristalización en los piletones hasta su cosecha y secado al sol. Pero más aún, conocí la riqueza de sus tradiciones, sus luchas silenciosas y la profunda conexión que mantienen con esta tierra, a la que defienden como parte esencial de su propia identidad.

Descubrí que este lugar es, en esencia, un testimonio palpable de resistencia, tradición y trabajo comunitario. No es solo un salar donde se cosecha sal; es un espacio sagrado para los pueblos originarios que lo habitan.
Las Salinas ocupan territorio de las provincias de Jujuy y Salta: del primer lado viven los kollas y del segundo, los atacameños. Ambos pueblos comparten una historia que tiene a la sal como protagonista.
En la vasta cuenca de Salinas Grandes habitan alrededor de 33 comunidades originarias, distribuidas en un territorio de aproximadamente 150 kilómetros cuadrados. Aunque esta área se reparte entre dos provincias, para quienes viven allí, las divisiones políticas carecen de sentido.
En estas tierras, las fronteras son meras líneas en los mapas: es común encontrar familias cuyos integrantes están formalmente separados por los límites provinciales, pero que en la práctica comparten la misma vida cotidiana a pocos metros de distancia, sin que la geografía los separe.
La economía de estas comunidades se sostiene principalmente a través de la cría de ovejas y llamas, animales que forman parte esencial de su cultura y subsistencia. Además, muchos complementan sus actividades con pequeños cultivos agrícolas, en una producción de escala familiar que sigue los ritmos y saberes ancestrales del lugar.

Mucho antes de que el turismo descubriera este rincón deslumbrante, las Salinas Grandes ya eran un punto de encuentro esencial para las comunidades que descendían de los cerros. La sal no solo era un recurso natural: era moneda, era intercambio, era posibilidad.
Durante siglos, la sal extraída del salar se convirtió en un bien valioso que permitía a estas comunidades practicar el trueque. Ese espíritu comercial persiste hasta hoy.
En la actualidad, sobre la Ruta 52 que atraviesa el salar, todavía se realizan trueques como en la antigüedad, manteniendo viva una práctica que resiste al tiempo y a las lógicas del mercado moderno.
El proceso de extracción de sal es una labor artesanal y comunitaria. La Cooperativa Mineros de Salinas Grandes, junto a las comunidades locales, mantiene viva la tradición de cosechar la sal en los piletones de cristalización.
En estos piletones, la sal se va formando con la ayuda del sol y del viento hasta cristalizarse. Una vez cosechada, se deja secar al aire libre durante un mes, expuesta al sol implacable que rige la vida en la Puna.
Existe un profundo respeto que estas comunidades tienen por el salar. No se trata de una explotación desmedida ni industrial; es, más bien, un acto de comunión con la tierra, una manera de trabajar sin dañar ni sobrecargar al territorio que les da sustento.
Turismo con identidad
El turismo en Salinas Grandes también tiene un sello particular: está organizado por sectores, cada uno gestionado por diferentes comunidades. Son ellos mismos quienes ofrecen las visitas guiadas, y los jóvenes, formados por sus mayores, son capacitados para ser los guías del lugar.
Así, los visitantes no solo conocen el paisaje: conocen las historias, las luchas y los saberes que solo quienes nacieron y crecieron en la Puna pueden transmitir.
Cada explicación, cada recorrido, lleva implícito un mensaje: Salinas Grandes no es un simple atractivo turístico; es madre, es historia, es trabajo y es patrimonio. Es la casa de muchos, y es también un espacio sagrado que necesita ser defendido.

Corría el año 2010 cuando las comunidades de la cuenca de Salinas Grandes comenzaron a escuchar rumores sobre una nueva fiebre: la del litio. Hasta entonces, pocos sabían de qué se trataba. La palabra “litio” les resultaba ajena, un término que no figuraba en su cotidianidad ni en sus preocupaciones inmediatas. Pero pronto comprendieron que aquello que parecía lejano iba a instalarse, literalmente, bajo sus pies.
A medida que la información comenzó a circular, las comunidades entendieron que no se trataba solo de un proyecto minero más. La extracción de litio implicaba algo mucho más delicado: el uso intensivo de agua, ese recurso escaso en la Puna, donde las lluvias apenas alcanzan los 100 milímetros por año, y que, para muchos, es tan valioso como la propia vida.
En los últimos años, las comunidades se han visto obligadas a levantar la voz para proteger su territorio. La creciente demanda mundial de litio —el “oro blanco de la Puna”— ha puesto a Salinas Grandes en la mira de empresas nacionales e internacionales interesadas en explotar los recursos de la cuenca.
Aquí no solo se cosecha sal; aquí también se extiende una cuenca endorreica cerrada, que es fuente de agua. La resistencia contra la extracción de litio no es un capricho ni una postura ideológica: es una lucha por la supervivencia. Las comunidades denuncian que los proyectos de minería de litio amenazan con agotar los recursos hídricos y destruir el equilibrio de este ecosistema único.

Salinas Grandes es mucho más que un deslumbrante manto blanco bajo el sol del altiplano. Es un espacio cargado de memoria, donde las huellas de los antepasados aún marcan el suelo y donde cada cristal de sal cuenta una historia de trabajo, de resistencia y de profundo amor por la tierra.
Visitar las Salinas es escuchar a las comunidades que lo habitan y reconocer su lucha por proteger no solo sus recursos, sino su cultura, su dignidad y su derecho a decidir sobre su propio territorio. Porque para los pueblos originarios, Salinas Grandes sigue siendo el corazón palpitante de una historia que aún se escribe.