Ruta Nacional 52: de la Quebrada a la Puna

La Ruta Nacional 52 serpentea entre paisajes imponentes del noroeste argentino, uniendo dos mundos: la Quebrada de Humahuaca y la Puna jujeña.

Este corredor, que hoy conecta a la Argentina con Chile a través del Paso de Jama, tiene una historia mucho más antigua que el asfalto que hoy lo recorre. Antes de los motores, fueron los trabajadores rurales y sus mulas quienes marcaron el camino.   

Durante siglos, esta fue una vía natural de comunicación entre las tierras altas de la Puna y los fértiles valles de la Quebrada. Caravanas de llamas y mulas cargadas con sal, lana, maíz o papa recorrían la región, guiadas por trabajadores curtidos por el sol y el viento, que sabían leer el paisaje con la precisión que da la experiencia.

Era una ruta de intercambio económico y cultural, vital para los pueblos originarios que habitaban ambos lados de la cordillera. 

Hoy, la Ruta 52 conserva parte de ese espíritu, aunque el tránsito se ha transformado. Camiones de gran porte cruzan transportando mercancías entre Argentina y Chile, en un flujo constante que atraviesa uno de los paisajes más bellos del continente. Esta ruta es también uno de los pasos clave del corredor bioceánico que une el Atlántico con el Pacífico. 

Uno de los tramos más emblemáticos de la ruta es la Cuesta de Lipán, una maravilla de la ingeniería vial que asciende en forma de zigzag hasta alcanzar los 4.170 metros sobre el nivel del mar.

Desde lo alto, el mundo se ve diferente: los colores de la Quebrada se difuminan en el horizonte, y el silencio se impone. La cuesta no solo es un desafío para los vehículos, sino también un recordatorio del antiguo esfuerzo humano por unir geografías extremas. 

La Puna forma parte del Altiplano sudamericano, una de las regiones geográficas más altas del mundo, solo superada por el Tíbet. Este vasto sistema de mesetas andinas se extiende por el norte de Argentina, el oeste de Bolivia, el norte de Chile y el sur de Perú.

Aquí, el aire es distinto. Más fino, más limpio, más escaso también. Todo lo que ocurre a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar tiene una intensidad particular, como si el mundo se volviera más simple y abrumador al mismo tiempo. 

El cielo es de un azul profundo, casi irreal. Las montañas exhiben tonos rojizos y ocres que cambian con la luz. Las nubes pasan rápidas, proyectando sombras que se desplazan como gigantes sobre la tierra. El viento sopla con fuerza, y no hay nada que lo detenga: ni árboles, ni edificios, ni multitudes.   

Es una región donde los Andes se ensanchan, dando lugar a planicies elevadas de una belleza árida y majestuosa. La Puna argentina representa su extremo sur, y aunque comparte características geográficas y culturales con sus vecinos altiplánicos, posee también un alma propia. 

La vida en la Puna se rige por un profundo respeto a la naturaleza. La Pachamama es mucho más que una creencia: es parte esencial de cada jornada. El ritmo de la vida es lento pero constante, marcado por los ciclos agrícolas y ganaderos.  

Las familias kollas crían llamas, ovejas y vicuñas, y cultivan papa, quinua y maíz en terrazas heredadas de tiempos precolombinos. Las ferias y trueques entre pueblos aún son una forma habitual de intercambio, donde lo económico se mezcla con lo social y lo espiritual. 

El tejido artesanal ocupa un lugar central en la identidad kolla. Mujeres hilan lana de llama u oveja con técnicas tradicionales, muchas veces transmitidas de generación en generación.

En sus telares cobran vida ponchos, mantas y chuspas, con diseños que hablan de la cosmovisión andina, del sol, los cerros, los ciclos de la vida. Cada prenda es un testimonio silencioso del vínculo entre la comunidad y su historia. 

En la Puna se respira la historia de los pueblos originarios que habitaron la región mucho antes de la llegada de los españoles. Aquí las costumbres ancestrales no son recuerdo: están vivas. Se celebran con orgullo las fiestas, los carnavales y los ritos vinculados al ciclo agrícola y ganadero. 

La herencia quechua y aymara está presente en los rostros, en el idioma, en la música y en la gastronomía. La llama, el maíz, la quinua y la papa forman parte de la economía familiar y también de la cultura cotidiana. Las mujeres tejen mantas y ponchos en telares que han pasado de generación en generación. Los niños crecen al ritmo del viento, jugando entre cerros, rodeados por una inmensidad que les pertenece. 

Recorrer la Puna no es fácil. No lo es por la altura, ni por las distancias, ni por el clima. Pero lo que se gana a cambio es impagable: una conexión profunda con la naturaleza, una lección de humildad y una vivencia que se mete en los huesos y no se olvida. 

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