«En la Patagonia la naturaleza imita el arte», escribió el escritor inglés Bruce Chatwin. Recorrer la región cordillerana de Neuquén es adentrarse en caminos coloridos y frondosos bosques. En verano, la naturaleza despliega sus colores: lupinos violetas y rosas contrastan con las retamas amarillas.



Considerada por muchos como la ruta escénica más hermosa de Argentina, El «Camino de los Siete Lagos», es un tramo de la Ruta Nacional 40 que une las localidades de Villa La Angostura con San Martín de los Andes, en la provincia de Neuquén. En su recorrido de 110 km se observan los lagos Espejo, Correntoso, Escondido, Villarino, Falkner, Machónico y Lácar.
El circuito atraviesa dos parques nacionales: Nahuel Huapi y Lanín. A lo largo del recorrido, se pueden disfrutar de impresionantes paisajes de la Patagonia Andina: lagos azules y cristalinos, bosques frondosos y las majestuosas montañas de la cordillera.
Conducir se nos hace una tarea difícil: el paisaje nos invita a detenernos y contemplar su encanto. La Patagonia Andina es un refugio de serenidad, un lugar donde la paz se vive y el corazón encuentra calma y descanso. Cada tramo del camino es como una postal en movimiento. La vista, sedienta de belleza, encuentra en la naturaleza su alimento esencial.
El sol apenas asomaba tras las montañas cuando encendí el motor de la camioneta. Con una taza de café humeante en la mano y una emoción difícil de contener, estaba listo para recorrer el legendario Camino de los Siete Lagos. Partí de Villa La Angostura con la promesa de paisajes inolvidables y el anhelo de perderme en la inmensidad de la Patagonia.
El primer tramo de la Ruta 40 me llevó entre bosques de lengas y ñires, con el reflejo del sol titilando sobre la superficie del lago Espejo. Detuve el vehículo un instante, maravillado por la tranquilidad del agua, que parecía un espejo perfecto de las montañas que la rodeaban. Respiré hondo, dejando que el aire fresco llenara mis pulmones, y volví a la ruta.
A medida que avanzaba, los lagos se iban sucediendo como cuentas de un collar azul y verde. El lago Correntoso, con su río homónimo, me regaló una de las postales más impresionantes del viaje. Luego, la silueta del lago Villarino apareció, rodeado por montañas majestuosas. El camino de ripio serpenteaba entre los árboles, y cada curva revelaba un nuevo espectáculo natural.
En el mirador del lago Falkner, decidí hacer una pausa. Me senté en la orilla, mientras observaba el agua en calma. Allí, comprendí que la verdadera magia del viaje no estaba en el destino, sino en cada momento vivido en el camino.
Continué la travesía hasta el mirador del lago Machónico. Luego, las aguas cristalinas del lago Lácar anunciaron la cercanía de San Martín de los Andes. La ciudad apareció a lo lejos, enclavada entre los cerros y la espesura del bosque andino. La ruta había sido un viaje a través del tiempo y la naturaleza, un recordatorio de lo pequeño que era el ser humano frente a la grandiosidad del mundo.
Estacioné en un mirador antes de descender a la ciudad. Contemplé una vez más el horizonte, con la satisfacción de haber recorrido uno de los tramos más hermosos de la Ruta 40. Sabía que aquel camino quedaría grabado en mi memoria como una historia de libertad, asombro y comunión con la Patagonia eterna.